El Gas tiende a subir

 Suena la campanilla que anuncia el arribo del elevador. Se abre la puerta y de éste sale una joven ejecutiva sin gracia que ya he visto varias veces en el edificio. Sale muy apurada y me saluda a medias con un “buenos días” tan automático que ni voltea a verme. Entro como lo haría mañana y como lo hice ayer, pero esta vez, ya con las puertas cerradas y sin poder escapar de mi inminente situación, percibo el olor rancio de lo que, supongo, fue una silenciosa flatulencia. Estoy pálido, sudoroso y casi no puedo respirar. Además, no dejo de pensar en la ejecutiva que acaba de dejar aquí la única gracia que le puedo encontrar. El odio que siento hacia ella está a punto de incrementarse: el ascensor se detiene en un piso que no es al que voy. Piso 4, el de ventas, el de las mejores expositoras de las artes convincentes. O sea, el de las más guapas. Imploro al cielo que se suba un repartidor o un cliente. Pero no. Se sube “Ella”. Y de “Ella”, entre tantas cosas agradables a los sentidos, yo podría percibir su perfume. Pero ni siquiera me atrevo a aspirar lo suficiente porque sé que sigue, evidentemente, oliendo a eso. Y “Ella” ya lo captó, a menos de que en su mundo, el ceño fruncido y el dedo debajo de la nariz signifiquen otra cosa. ¡Maldita ejecutiva sin gracia que me dejó aquí su regalo y que ahora irá directamente para “Ella” pensando que es de parte mía! A partir de ahora, en sus pláticas insulsas, apareceré como el “tipo del pedo en el elevador, del que no sé si ya les conté”. Peor aún, cada vez que nos lleguemos a topar en el edificio pensará en mí como un cerdo asqueroso y pedorro. Y todavía peor, el rumor se esparcirá en el corporativo y seré objeto de burlas y apodos gracias a un crimen que no cometí, pero del que no pude escapar por estar en el lugar y momento equivocados. Por supuesto, tratar de aclarar las cosas no tiene la más mínima validez en cuanto a salvar mi imagen, pues me haría quedar como un delator y no tendría ni un ápice de credibilidad.   El momento se tornaría mil veces más incómodo.   En fin, en lo que a “Ella” y a todos los que llegue mi fama respecta, yo seré un “loser” oloroso para siempre…

   Llegamos a mi piso. Me bajo y apenas logro esbozar un intento de sonrisa en la cara más roja que he tenido en la vida. Respiro literal y metafóricamente, tratando de dejar atrás la situación. Unas horas después, ese mismo día, me llega una historia de 7 pisos arriba que reconstruyo atando algunos cabos. Resulta que el Licenciado Martínez, un caca grande de la empresa, estaba dos pisos debajo de su oficina. “Ella” iba justamente a “trabajar” al tal Martínez , previa recomendación de otro Lic. con el que ya había “trabajado”. Se encontraron en el elevador. El reputado Licenciado se percató del olor. Dicen que a pesar de la recomendación y de sus acostumbradas armas, la desafortunada situación hizo que los bonos de “Ella” bajaran considerablemente . Además la mala fama y apodos que temí para mi persona le fueron otorgados a “Ella”. No puedo mentir: sentí un gran alivio, justamente como debió ser para la desabrida ejecutiva que comenzó todo esto al momento que liberó su incomodidad. Ahora que lo pienso, a lo mejor le pasó lo mismo que a mí y no fue ella la que empezó.   En fin, ése ya no es mi pedo. Aunque en realidad nunca lo fue.

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