La Cáscara

Todo comenzó con un grito de “Bolita, por favor”, cuando iba caminando por el parque. Pateé el balón intentando regresarlo, en vez de hacer lo que toda gente civilizada hubiera hecho: tomarlo con la mano, amablemente dirigirme con él hacia donde se desempeñaba tan reñido juego y entregárselo al jugador que me lo había pedido. No lo hice porque un balón rodando por el suelo es una invitación irresistible. La verdad es que yo no juego mal, pero con zapatos y los músculos fríos, mis habilidades de “10” no estaban en su máxima expresión. Así que la dirección que tomó la pelota estuvo errada por unos 20 metros y en lugar de irse hacia la improvisada cancha, en la que las chamarras estaban colocadas en el suelo delimitando la portería, se fue directamente a las jardineras donde un obrero descansaba cómodamente tendido bajo un árbol. Le pegó de lleno en las costillas y el sobresalto con el que lo recibió era comprensible. Se levantó como resorte e inmediatamente dirigió su mirada hacia mí. Mi primer impulso fue correr, pero sabía que tenía las de perder ante las consabidas habilidades físicas de los hombres dedicados a la construcción, así que me resigné a las más desalentadoras consecuencias. No obstante, tal como había ocurrido con la bola, los eventos tomaron una dirección muy distinta: la cara furibunda del albañil cambió igual de rápido que como se había despertado y, feliz, empezó a dominar la de gajos. La capacidad de este hombre era sobresaliente. Duró como 3 minutos haciéndolo sin que se le cayera hasta que, de un solo movimiento, pisó el balón y se puso los brazos en las cintura. Después de esa heroica expresión, emitió un chiflido perfectamente practicado. Súbitamente acudieron al llamado sus compañeros de obra. Unos salieron detrás de los arbustos, otros llegaron corriendo de quién sabe dónde y algunos más, lo juro, bajaron de los árboles. Formaron un círculo. Sin más, empezaron a hacer toda clase de piruetas. Con la parte externa del pie uno le pasaba la bola a otro quien recibía de pecho, hacía 5 dominadas con el muslo y, a la sexta, la pateaba alto, luego la controlaba con el cuello y la rodaba por la espalda hacia abajo hasta pegarle con el talón, pasándola a otro compañero, quien, a su vez, la recibía con el hombro derecho, le daba 10 golpecitos de ese lado para al final, con uno más fuerte, dirigirla por encima de la cabeza al otro hombro, repetir la dosis , dejarla caer a la altura de la cadera y golpearla fuertemente, logrando pasarla al compañero de enfrente. Éste último permitió que el balón diera un bote en el suelo, esperó a que llegara al punto justo para cerrar los pies de tal forma que cobrara un impulso hacia arriba y después comenzó a dominarlo. Le pegaba, le daba la vuelta con su pie en el aire, lo mandaba a la otra pierna para hacer lo mismo. Lo hizo unas 6 veces hasta que lo pasó a otro colega. Permanecieron practicando toda suerte de malabares, hasta que uno perdió el ritmo y dejó que la pelota se fuera rodando cerca de un chiquillo que estaba paseando con su mamá. La inmediata reacción del nene fue ir por el esférico para devolverlo a los chicos que inicialmente me lo habían pedido. Aunque se quedaron impresionados contemplando a los obreros, querían seguir jugando y volvieron a solicitarlo. El niño, que tendría 6 o 7 años, no bien había tocado la pelota cuando la inspiración mágicamente se apoderó de él. Arrancó a toda velocidad con el balón pegado al pie. Esquivó al señor de los helados, dejándolo frío ante semejante gambeta. Quebró al de los globos a quien, afortunadamente, sólo se le reventó la cintura y no los productos con los que se ganaba la vida. Después tuvo que lidiar con una línea de cuatro skatos que lo esperaban trepados en su patineta queriendo frenarlo en su carrera, pero no contaban con que el niño tenía un vehículo más poderoso, pues les aplicó una infalible y vistosa bicicleta. Lo siguiente en su camino fue enfrentarse a los jugadores más perros, literalmente, pues por ahí caminaba un paseador de canes. Los bravos animalitos se le escaparon a su cuidador y fueron tras el chiquillo quien, a pesar de que tropezó dramáticamente, fue capaz de mantener la vertical continuando su recorrido antes de que un elegante labrador pudiera alcanzarlo con el hocico, logrando con ello deshacerse de una defensa mordelona. Tras estas demostraciones de talento, se topó con una parejita de novios que iban tomados de la mano. El galán quería soltarse para entrar en acción, pero su marca personal apretó con fuerza y no se lo permitió. Entonces el infantil jugador adelantó la bola por en medio de los brazos entrelazados y antes de chocar con ellos, dio la media vuelta por fuera. Recuperó el balón y siguió conduciendo. El novio, atónito, se puso rojo del coraje porque un niñito le había hecho un túnel. No le quedó otra: fingió demencia ante la mirada inquisidora de su novia. Sin embargo, otro par de tórtolos también caminaba por ahí. El enamorado en cuestión vio la escena previa y se lo tomó muy personal, pues no resistió ver cómo el imberbe escuincle se hubiera burlado de alguien de su mismo equipo. Sin mayor problema éste sí pudo zafarse de su chica y comenzó a correr como desaforado . El chamaco ya le había sacado mucha ventaja, pero este muchacho era veloz. Cuando tenía al chiquilín a medio metro, supo que la única opción para detenerlo era barrerse. El movimiento que se vio a continuación parecía más un lanzamiento desde la tercera cuerda que una jugada defensiva de calidad. La consecuencia de aquella osadía fue una grave entrada por detrás, con los tacos por delante, directo a la pierna izquierda del infante. El pequeño cayó rodando 5 veces por el suelo, con el rostro tenso, al tiempo que se tomaba el tobillo con ambas manos buscando calmar el inaguantable dolor. Todos los espectadores en el parque resoplaron primero y guardaron un silencio sepulcral después. ¡No podían creer lo que veían! Fueron segundos de angustia. El niño, tirado en el suelo, retorciéndose; el joven, atormentado por las miradas y la culpa. Por supuesto, rápidamente acudió a la escena un policía y, con el silbato en la boca, hizo lo que tenía que hacer: decretar el foul.
Unos estudiantes que estaban sentados en una banca a dos metros del incidente, criticaron fuertemente que todo hubiera quedado en una advertencia de palabra sin que el oficial se atreviera a mostrar ningún cartón. La mamá del nene llegó corriendo. Le dio una cachetada al desquiciado joven. Luego, la novia a la que dejó sola en su paseo lo remató con una acción similar, pero le reclamó a la señora porque “sólo ella podía pegarle”. Varios metiches, entre los que destacan el señor de los esquites, un corredor y dos mujeres maduras que iban al mandado, se integraron a la discusión, enardeciendo más los ya de por sí caldeados ánimos. Los jaloneos y las mentadas duraron varios minutos. Se armó la cámara húngara y algunos golpes amenazaron con repartirse, pero el policía logró controlar la situación. La madre, ya separada de los chismosos, ahora le gritaba sin control a su hijo, llevándoselo casi a rastras. El niño estaba llorando, pero no tanto por el dolor de aquel tremendo patadón, si no por la reprimenda de su entrenadora y, sobretodo, porque no iba a poder cobrar el tiro libre. Sin embargo, alguien tenía que hacerlo. Cabe recordar aquí lo que dije al principio: a un balón en el suelo no se le resiste nadie. Fue por eso que un apuesto ejecutivo que, aunque tenía cara de ir tarde para la junta, no se lo pensó demasiado y tomó la responsabilidad de cobrar la falta. Dejó su portafolios, se quitó el saco, lo puso encima del portafolios, se arremangó y tomó la distancia prudente. Colocó las manos en la cintura –de la misma forma como lo había hecho aquel albañil–, sacó el aire de un soplido, clavó los ojos alternadamente en el balón y en su objetivo. De inmediato se formó la barrera con los jóvenes a quienes, desde un principio, debió llegarles la esférica. No fue así por un capricho del destino, pues esta pelota había ido y venido por el parque en todas direcciones, siendo tocada y jugada magistralmente por varios elementos. Pero ahora ya estaba allí, por fin, entre el tirador, la barrera y el arquero. El público miraba impaciente, comiéndose las uñas. Pasaron segundos eternos hasta que el trajeado oficinista ejecutó el castigo. No sólo le pegó: la acarició de tal forma que a pesar del espectacular salto de todos en el muro defensivo, la curva que tomó parecía medida con transportador, logrando pasar por encima de la cabeza del más alto, rozándole apenas unos cuantos cabellitos. Me avergoncé un poco, pues aquel distinguido individuo no sólo calzaba finos zapatos igual que yo, si no también un elegante traje con corbata de buena marca, y no puso ningún pretexto para pegarle como los grandes. Yo pensaba en eso mientras veía dos vuelos: el impecable del balón y el valiente del arquero. Qué lástima que el ejecutante no tomara en cuenta, por estar tan concentrado en el sitio exacto donde quería colocar la pelota, que el follaje de los árboles estuviera más bajo de lo que aparentaba. Lo que se dibujaba en el aire como un trayecto perfecto fue interrumpido por la traviesa rama de un árbol. Se escuchó un “aaaaahhhh” de decepción en todo el parque. El balón cayó y golpeó el filo de la pequeña barda que limitaba la jardinera. Rodó unos tres metros hacia la derecha llegando a la casi imperceptible pendiente del caminito de adoquines que hizo que cambiara de dirección rápidamente para rodar otros 5 metros hasta donde yo estaba. No escuché el “Bolita, por favor”. En vez de eso, antes de que pudiera meterle el empeine, uno de los jóvenes gritó “¡Déjela… mejor yo voy por ella!”.

Deja un comentario